jueves, 20 de septiembre de 2018

La cultura de la queja

Sería deseable que fueramos conscientes. Es posible que un día de estos se produzca el milagro y que vayamos abriendo la conciencia, que asumamos la impermanencia absoluta de las cosas, de los seres vivos, de las relaciones, de las opiniones, de las creencias, propias y ajenas. Todo en la vida es cambio, cambio profundo y constante. Cada decisión tomada, cada camino elegido implica otro camino desechado. Cada elección implica aceptar un camino y eludir otro u otros, por eso cada elección también implica siempre una o diversas pérdidas.

Nuestro ego, el personaje que hemos creado para subsistir en esta jungla humana, el traje de apegos que nos ponemos cada mañana apenas abrimos los ojos, inevitablemente va perdiendo capas.
Nuestro personaje crea expectativas, tiene deseos, que en la mayoría de los casos considera escasamente realizados, o defraudados o frustrados. Simplemente las cosas no salen a su gusto. Y ahí comienza su permanente uso de la queja.

Quejarse implica, en primer lugar, no aceptar. Y, sobre todo, eludir la responsabilidad de nuestros propios actos. Decidir que son los otros los culpables de que no seamos felices: el tiempo que hace nunca nos gusta, si hace calor, es demasiado; si hace frío, es muy intenso; si llueve, nos molesta tener que coger el paraguas o mojarnos; si el gobierno aprueba una nueva ley, es una basura. Si mi jefe rectifica mi trabajo es porque es un idiota. Si mi casa no está limpia es porque mi pareja es muy perezosa. Si no he triunfado, si no he tenido éxito es porque no me permitieron estudiar o nací en el sitio equivocado o no me valoraron o un largo etcétera de razones que siempre excluyen nuestra propia responsabilidad.

A veces, si queremos avanzar en nuestro camino de autoconocimiento, conviene que nos cuestionemos determinadas cosas para evaluar si nuestro personaje está entrando en un terreno negativo de victimización.
Si en algún momento nos sorprendemos quejándonos, si nos percatamos de que siempre llevamos razón y todos los demás están equivocados, convendría sospechar que está ocurriendo algo.

Si no dejamos de quejarnos y a veces nos parece que hubiera una especie de complot o confabulación para desacreditarnos, convendría preguntarse qué es lo que ocurre.

Si expresamos nuestra opinión y nos llaman pesimista, si nos quejamos de muchas cosas porque entendemos que hay muchas cosas de las que quejarse y nos da la impresión de que todos se apartan de nosotros o de que no nos entienden, que nos cuesta mucho atraer a los demás a nuestro terreno ¿no será que hay algo que estamos haciendo o no haciendo para que eso ocurra?

El discurso habitual de los quejosos o quejicas es siempre el mismo: “soy víctima de: el sistema, la sociedad, mi pareja, mi jefe, el gobierno, la oposición…

A veces, caemos en la trampa de la queja porque tiene sus (falsas) ventajas:

- Cuando nos sentimos bajos de ánimo, solemos mirar hacia el exterior y buscar culpables. La queja implica tirar balones fuera. Todos los demás tienen la culpa. Yo no puedo hacer nada. La queja es más cómoda que la autocrítica, porque no nos saca de nuestra zona de confort, porque no nos obliga a realizar un cambio en nosotros, los que tienen que cambiar son los demás.

- Cuando nos quejamos atraemos la atención de los demás, la naturaleza compasiva de mucha personas hace que en esos momentos intenten comprendernos y se muestren más empáticas con nosotros, incluso que nos ofrezcan su apoyo. Nuestro ego utiliza la queja hábilmente para seguir atesorando pertenencias.

Sin embargo, la queja puede convertirse en una conducta repetitiva y viciosa para ocultar nuestro miedo a los cambios, a tomar decisiones, a asumir responsabilidades. Y es dañina para nosotros mismos porque produce mucho ruido en nuestra mente y nos deja en un estado de alerta y agitación mental permanente. También es perniciosa para los demás, porque en nuestra tendencia a la emulación se convierte en un hábito que se contagia y acaba siendo una fórmula social.


Si nos paramos un poco, si reflexionamos sobre el modo en que la queja está introducida en nuestro panorama cotidiano, podemos empezar a tomar ciertas medidas para romper con este hábito tan perjudicial.
En primer lugar, estaría bien tomar conciencia de que nos lleva a un terreno de negatividad: lo que no tenemos, lo que no queremos, lo que no nos gusta que nos hagan, lo que no nos parece bien, lo que es injusto.

En segundo lugar, podríamos analizar cada queja y adoptar la postura de ser proactivos, es decir, no dejarnos invadir por los pensamientos negativos que nos genera, sin hacer nada para cambiar eso de lo que nos quejamos y, a la vez, elaborar una respuesta asertiva y positiva para acabar con ella. De este modo podemos empezar a ser constructivos en vez de destructivos, tomar parte activa en nuestra vida y en nuestro entorno y hacernos responsables de las situaciones que nos ocurren. Así la perspectiva, el escenario, el paisaje que contemplemos alrededor será cada vez más nítido, más limpio, más alegre.


Prueba a dejar de quejarte durante algún tiempo. Puede que te sorprendas sintiéndote mucho más feliz.